Memorias desde Río Frío: cuando la vida rural se cruzaba con la ciencia

En los calurosos y húmedos paisajes de Río Frío, donde el verde del bosque se entrelaza con los cultivos y la vida sencilla del campo, una historia de valentía, ciencia y hermandad floreció hace más de medio siglo. William Marín, originario de esta región de la Zona Norte de Costa Rica, comparte desde Niagara Falls, Canadá, un pedazo de su historia que conecta la vida rural con el avance científico del país.

“Hace ya cerca de 56 años, mi hermano Olger —que en paz descanse— y yo nos dedicábamos a una tarea tan arriesgada como vital: capturar serpientes venenosas para el Instituto Clodomiro Picado (ICP) de la Universidad de Costa Rica”, relata William, acompañado de fotografías en blanco y negro que conservan la esencia de aquella época.

En un tiempo donde la medicina rural era escasa y las mordeduras de serpiente cobraban vidas con frecuencia, el trabajo de estos hombres era una misión silenciosa pero fundamental. La ciencia costarricense apenas comenzaba a abrirse paso en los rincones más apartados del país, y con ella nacía un puente entre el conocimiento empírico del campo y la investigación académica.

William recuerda con nitidez la captura de una terciopelo de casi dos metros de largo, un ejemplar imponente y temido por los campesinos. “No era cualquier animal: representaba el peligro cotidiano de los trabajadores del campo”, señala. Las herramientas eran rudimentarias, pero efectivas: una caja especial de madera con tapa de cedazo, proporcionada por el Instituto, diseñada para minimizar el riesgo durante la manipulación del reptil. La destreza consistía en introducirla viva, sin dañarla, controlando su cuerpo mientras se cerraba la tapa: una danza peligrosa que exigía nervios de acero.

En otra imagen, aparece Olger sosteniendo lo que ellos llamaban una “cascabel muda”, una serpiente que, a diferencia de la cascabel común, no emitía sonido alguno antes de atacar. “En silencio, era aún más letal, y se decía que su veneno no tenía antídoto. Solo el ICP las recibía, pues eran clave en la producción de sueros que, con el tiempo, salvarían miles de vidas no solo en Costa Rica, sino en otras partes del mundo”.

La labor de William y Olger no era simplemente la de cazadores; eran aliados de la ciencia en tiempos donde los laboratorios universitarios dependían de personas como ellos para obtener el material biológico necesario. Así, desde el corazón de Río Frío, estos hermanos fueron protagonistas de una gesta silenciosa que contribuyó a consolidar al Instituto Clodomiro Picado —fundado en 1970 y nombrado en honor al renombrado científico costarricense Clodomiro Picado Twight— como una de las instituciones más importantes de Latinoamérica en la producción de antivenenos.

“Capturar serpientes era más que una labor peligrosa: era una contribución directa a la salud pública”, dice William con orgullo. “Era una forma de tender puentes entre los saberes del campo y la ciencia universitaria”.

Hoy, desde la distancia, William mira hacia el pasado con nostalgia y gratitud. “Desde Niagara Falls, envío un abrazo a mi amada Costa Rica, recordando esos días de calor, riesgo y orgullo. Y especialmente a vos, querido Olger, que fuiste mi compañero de aventuras, de vida y de lucha por algo más grande que nosotros”.

Las memorias de William Marín son más que un recuerdo personal: son testimonio de una época en la que la ciencia caminaba descalza por los senderos del campo, y donde la valentía de los hombres del monte ayudó a salvar vidas, una mordedura a la vez.

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