Ah, las letrinas… esos valientes excusados que sobrevivieron huracanes, terremotos y hasta el paso del tiempo sin papel higiénico. En la Costa Rica rural de antaño —y no tan antaño, si somos honestos—, las letrinas eran el baño oficial del campo: modestas, aromáticas y siempre ubicadas a una distancia estratégica de la casa, como si hasta el olor supiera que debía tener modales.
Muchos crecimos con el rito sagrado de “ir a la letrina” armados con una linterna, periódico viejo y fe en que no saliera un sapo sorpresa del hueco. Eran tiempos en que uno salía más asustado del baño que del cine de terror. ¡Y ni hablar de las noches lluviosas! Aquello era más aventura que ir a buscar cangrejos en Semana Santa.
Historias sobran: que si la culebra que asustó a la abuela, que si el abuelo se cayó por andar leyendo la revista “Al Día”, o el clásico niño que iba por un “ratito” y salía 40 minutos después con un tratado filosófico sobre la vida.
Aunque ahora dominan los inodoros modernos con su botoncito y todo, algunas letrinas siguen ahí, de pie como monumentos al coraje intestinal de generaciones pasadas. Rústicas, fieles, y siempre listas para lo que venga.
Así que la próxima vez que te quejes de que el baño no tiene Wi-Fi, recordá que hubo un tiempo donde el “trono” era de madera, el “aire acondicionado” era natural y la única compañía era un par de gallinas curiosas. Y sí, sobrevivimos. ¡Pura vida!