En una zona donde las corrientes no solo arrastran agua, sino historias, el ferry del río San Carlos se convirtió por décadas en un emblema de conexión y supervivencia. No era solo un medio de transporte: era un testigo silencioso del pulso rural del norte de Costa Rica, uniendo comunidades, cargando esperanzas, y dejando su estela entre las aguas turbias del trópico
El nacimiento de una necesidad
Durante gran parte del siglo XX, antes de que los puentes y carreteras asfaltadas llegaran a marcar el paisaje del cantón de San Carlos, cruzar el caudaloso río San Carlos era un reto cotidiano. Especialmente en época de lluvias, cuando los cauces se ensanchaban y la comunicación entre comunidades se volvía casi imposible, surgió la necesidad de una solución que no dependiera del clima ni de la topografía: un ferry.
Los primeros registros del uso de un ferry en la zona datan de los años 50, cuando campesinos, ganaderos y comerciantes comenzaron a usar plataformas flotantes rudimentarias —hechas con barriles, madera y cableado— para cruzar de un lado al otro con animales, carga, e incluso automóviles. Era un ingenio impulsado con poleas o incluso remado, dependiendo del tramo del río y la capacidad del operador.
De lo artesanal a lo mecánico
Con el paso del tiempo y el crecimiento económico de la región, especialmente gracias a la ganadería y la producción agrícola, los ferries se modernizaron. En los años 70 y 80, algunos de estos sistemas ya contaban con motores o mecanismos de tracción por cable y eran administrados por gobiernos locales o asociaciones comunales.
Uno de los más recordados fue el ferry que operaba entre comunidades como Boca Arenal, Cureña y Santa Rita, zonas que hasta hoy conservan ese vínculo con el río como arteria de vida y desarrollo.
Muchos habitantes mayores aún recuerdan el sonido metálico de la plataforma al golpear contra la orilla, el crujir de las cadenas, y el saludo cordial del operador, que con sombrero y machete colgado al cinto, conocía a cada usuario por su nombre.
Un servicio vital… y peligroso
Durante años, el ferry fue la única vía confiable para acceder a escuelas, clínicas, mercados y hasta para evacuar emergencias médicas. Pero también implicaba riesgos: había que cruzar con lluvia, con crecidas, en condiciones precarias. Algunos incidentes marcaron la memoria colectiva, como cuando el río se tragaba las plataformas mal aseguradas, o cuando vehículos eran arrastrados por la corriente.
A pesar de todo, para muchas familias, era más que un transporte: era símbolo de identidad y de lucha por salir adelante.
El ocaso del ferry
Con la llegada de la infraestructura vial moderna, puentes como el de Boca Arenal y nuevas rutas de lastre fueron desplazando al ferry. Para inicios del siglo XXI, la mayoría de estos servicios habían sido suspendidos o abandonados, algunos por falta de mantenimiento, otros porque las comunidades ya no los necesitaban.
Hoy, los restos oxidados de algunas plataformas aún se encuentran a orillas del San Carlos, envueltos por la maleza o convertidos en improvisados muelles. Son como esqueletos flotantes de un tiempo que ya se fue.
El río sigue hablando
Sin embargo, para quienes vivieron esa época, el ferry no es solo un recuerdo: es parte de su historia personal. En cada anécdota se revela cómo este modesto artefacto fue capaz de cruzar no solo el río, sino las distancias sociales, económicas y emocionales entre los pueblos del norte costarricense.
“Yo llevé ahí mi primera vaca para vender en Florencia”, cuenta don Francisco Salazar, vecino de Boca Tapada. “Era todo un viaje, uno rezaba para que el río no subiera y el cable no se soltara.”
Hoy, en una Costa Rica que avanza hacia lo digital y lo instantáneo, rescatar la historia del ferry del río San Carlos es también rescatar el valor de la paciencia, la comunidad y la resiliencia. Porque antes de que llegaran los puentes, fueron las manos, los remos y las sogas quienes sostuvieron el progreso.