En los hogares costarricenses de antaño, especialmente en el campo, era común que la música del día no viniera de un radio ni de la televisión, sino del canto chillón y alegre de una lora o un periquito. Colgados en jaulas de alambre o posados libremente en el palo de escoba del corredor, estos coloridos compañeros eran parte del paisaje doméstico, tan naturales como el gallo pinto en la cocina o el mecedor de madera en la sala.
Las loras hablaban —o eso creíamos—, repetían palabras sueltas, imitaban silbidos y hasta regañaban con la voz de la abuela. Los pericos, por su parte, eran más tímidos, pero igual de queridos. En muchos casos, eran traídos desde zonas de montaña por algún familiar que “los bajaba” del campo como un regalo especial. Para los niños, era un lujo; para los adultos, una costumbre heredada.
Una tradición en jaula
Tener un ave silvestre en casa era, durante décadas, una práctica normalizada en Costa Rica. No se pensaba en el impacto ambiental ni en el sufrimiento del animal. Era más bien símbolo de cariño, de “lo típico”, de lo criollo. Incluso en fiestas patrias o ferias culturales, era común ver estas aves como parte del decorado, como si se tratara de emblemas vivientes del folclor.
Sin embargo, lo que era tradición, con el tiempo comenzó a ser cuestionado.
Un canto en peligro de extinguirse
Con el avance del conocimiento científico y la educación ambiental, empezamos a comprender que muchas de estas especies están en peligro de desaparecer precisamente por prácticas como esa. Aves como la lora nuca amarilla, el perico frentirrojo o el perico verde han visto disminuir sus poblaciones por la caza ilegal, el tráfico de fauna y la pérdida de hábitat.
Además, expertos y activistas han señalado cómo el encierro afecta profundamente la salud física y emocional de estas aves, muchas de las cuales son altamente sociales y necesitan grandes extensiones para volar, reproducirse y alimentarse de manera natural.
Hoy en día, la Ley de Conservación de Vida Silvestre de Costa Rica prohíbe la tenencia de fauna silvestre como mascotas, y se promueve activamente la liberación responsable de aves que aún viven en hogares, con apoyo técnico de centros de rescate y organizaciones ambientalistas.
De la nostalgia al respeto
Aún así, muchos ticos —sobre todo los mayores— recuerdan con cariño a sus loras de infancia. La nostalgia no está mal, pero es importante convertirla en una oportunidad para educar.
“Yo tenía una lora que decía ‘Ave María Purísima’ cada vez que alguien pasaba por el corredor. Era parte de la familia,” cuenta doña Rosa, vecina de Los Chiles. Hoy, sin embargo, reconoce que no lo volvería a hacer. “Los animalitos deben estar libres, no en jaula.”
Esa es precisamente la evolución que nos toca como sociedad: honrar nuestras tradiciones sin repetir sus errores. Amar la fauna silvestre no es tenerla encerrada, sino protegerla en su hábitat.
De tradición a conciencia
La lora y el periquito en el corredor fueron parte de nuestra historia, de nuestras costumbres rurales. Pero hoy, en un país que se enorgullece de su biodiversidad, la tradición se transforma: del canto enjaulado al canto libre, del recuerdo al respeto, del cariño al compromiso.
Porque si de verdad amamos a nuestras aves, el mejor homenaje que podemos hacerles… es dejarlas volar.