La historia de Diego Ortiz: del cautiverio injusto a la jubilación con honor

De la frontera al encierro y de ahí a la libertad: la historia de Diego Ortiz, el policía que nunca se rindió

El sol apenas se alzaba sobre los campos de maíz en México de Upala cuando Diego Ortiz, con el machete al cinto y las botas manchadas de tierra, terminó la jornada junto a su hijo Jeiner y otros vecinos. Era el 1.º de octubre del 2005, y aunque para muchos era un día cualquiera, para Diego marcaría el inicio de la prueba más dura de su vida.

Ortiz, oficial de la Fuerza Pública, estaba libre ese día. No patrullaba, no cargaba el uniforme, solo era un agricultor más trabajando su parcela cerca de la frontera norte. Pero en aquella línea invisible que separa Costa Rica de Nicaragua, el destino tejía en silencio una emboscada, según relató a medios nacionales en aquella ocasión.

“Nos encañonaron con AK-47”

Volvían a casa, cansados y satisfechos por la cosecha, cuando los sorprendió un grupo de militares nicaragüenses. No fue un saludo, ni una advertencia: fue un encañonamiento directo, con armas largas, en pleno suelo costarricense. Ortiz supo de inmediato que algo andaba mal. “Tuve ganas de correr, pero me tranquilicé. Estábamos en Costa Rica, no habíamos hecho nada malo. ¿Por qué huir?”, recuerda con una calma que solo los años saben dar.

Pero la lógica no tenía cabida aquella mañana. Obligados a cruzar la frontera, los llevaron con las armas apuntándoles al cuerpo. La situación se tornó aún más extraña cuando los soldados llamaron a una vecina del lugar. Querían saber si alguno era policía. Ella, sin saber el peligro que acarreaba su respuesta, dijo la verdad: Diego era oficial fronterizo, conocido en la comunidad, respetado por su trabajo y por ser padre presente en la escuela del pueblo.

Esa afirmación bastó. Ortiz, su cuñado y el conductor del tractor fueron separados del grupo. A los demás, incluido su hijo, los dejaron ir. A él, en cambio, lo sumergieron en una pesadilla.

Una noche atado, sin comida, sin respuestas

Los tres hombres fueron llevados a la casa de un finquero cerca del río Abelardo. Pasaron la noche atados, sin comida ni explicación. Su esposa logró enviar alimentos, pero jamás llegaron a sus manos. “Nos mintieron desde el principio. Me dijeron que me liberarían por ser costarricense, que me devolverían por Los Chiles. Pero era solo un juego cruel”, relata Diego, sin rencor pero con cicatrices.

Al día siguiente, la verdad —o lo que intentaron hacer pasar por verdad— salió a flote: lo acusaban de secuestrar a un policía nicaragüense que se encontraba detenido en Costa Rica. Una mentira fabricada, sin pruebas ni sentido, pero con el peso suficiente para que una jueza lo enviara a prisión preventiva.

En la cárcel, entre enemigos

Lo trasladaron a una prisión lejana, cinco horas al interior de Nicaragua. Para un policía, caer en la cárcel es como caer en una jaula con leones. Allí no solo era extranjero, también era el “enemigo”. Y todos lo sabían. “Los policías del penal me provocaban, querían que reaccionara, que perdiera la calma. Sabían quién era”, cuenta.

Pero Diego no cayó. No porque fuera de hierro, sino porque ya había pasado muchas noches lejos de su familia. Sabía soportar la soledad. “Me imaginaba que estaba en una misión larga, de esas donde uno se aísla por semanas”, dice.

Y así, en medio de asesinos, ladrones y traficantes, Diego aplicó una vieja táctica de respeto: compartía la comida que le llevaban sus amigos de la frontera con los presos más peligrosos. Aquel gesto desarmó a muchos. No lo vieron como policía, sino como ser humano.

El regreso y la vida que siguió

Pasaron dos meses hasta que, sin muchas explicaciones, lo liberaron. Volvió a Costa Rica con la frente en alto, como quien sabe que enfrentó la oscuridad y no se dejó quebrar. El caso se volvió mediático, y con el tiempo, trajo algo inesperado: amistades nuevas, respeto y una conexión más profunda con su tierra y su gente.

Este 2025, veinte años después de aquel episodio, Diego Ortiz se retira oficialmente de la Fuerza Pública. Ya no patrullará caminos de polvo ni resguardará puestos fronterizos. Ahora vuelve a su origen: la tierra, el machete, el silencio del campo.

Una despedida de héroe

La Delegación de la Fuerza Pública en Upala lo despidió como se despide a los grandes. Aplausos, abrazos y lágrimas marcaron la ceremonia. Su comandante, Junier Villalta, lo elogió por su entrega y lo llamó ejemplo de mística, coraje y honradez.

Ortiz, con voz entrecortada, prometió orar por sus compañeros. “Sé lo que es estar allá afuera, lejos de la familia, jugándose la vida. No los voy a olvidar”, dijo con los ojos húmedos.

Hoy Diego camina sin uniforme, pero con la misma dignidad de siempre. Cultivará su tierra, abrazará más a su familia, y tal vez, entre cafecito y cafecito, recuerde que fue encerrado por una mentira… y liberado por una verdad: que nunca dejó de ser un hombre honesto.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *