¿Cómo olvidar aquella vieja terminal de buses ubicada costado del edificio municipal de Ciudad Quesads, la que marcó a generaciones desde la década de 1970 hasta finales de los años noventa, cuando fue demolida para dar paso a un nuevo rostro urbano? Allí, en esa esquina polvorienta, convivía la rutina con el caos, y San Carlos latía con fuerza entre motores viejos y voces impacientes.

En ese sitio emblemático, durante más de dos décadas, se ubicaban los autobuses que iban directo a San José. Las unidades salían desde muy temprano y eran el vínculo vital entre el norte y el Valle Central. Aquellos buses —algunos ya al borde del retiro— eran parte del paisaje diario. La fila para abordarlos era larga, paciente, cargada de maletas, gallinas en cajas, niños somnolientos y campesinos con sombrero en mano.

Los gritos de los controladores aún resuenan en la memoria:
—¡San José, directo! ¡Salimos ya! ¡Fortuna, Copevega, Venecia, Los Chiles… al fondo, al fondo!
La terminal era más que un punto de abordaje. Era una experiencia. Estaba “Novedades El Gato”, con artículos colgados del techo y vitrinas repletas de curiosidades sin etiqueta. Estaba también la pensión Caldera, que por mucho tiempo fue hospedaje, comedor y leyenda urbana… con fama de pensión y algo más. Al lado, Los Parados, restaurante de paso obligatorio, donde uno se echaba una tortilla con queso o un gallo de salchichón de pie, con la mochila colgando del hombro.
La calle olía a orines, sudor y manteca recalentada. Las ventas ambulantes ofrecían de todo: helados, tiliches, dulces, medias, bolis y chicles. Entre puestos improvisados y bocinas descompuestas, la terminal se movía con un ritmo propio, ruidoso y desordenado, pero tan humano como auténtico.
Los buses, algunos con los asientos rotos o ventanas que no cerraban, se llenaban hasta que no cupiera ni un alma más. Dentro, el calor era sofocante, pero también estaban las risas, las historias contadas en voz baja y los sueños de quienes viajaban a la capital para estudiar, trabajar o simplemente “probar suerte”.
Aquel rincón de ciudad fue durante años el alma del transporte público sancarleño. La terminal era vieja, sí, y lúgubre, con techos bajos y poco espacio. Pero era también el punto de encuentro para miles. Allí se despedían madres y se recibían amores; allí arrancaban las historias de muchos y terminaban los días de otros.
A finales de los años 90, todo cambió. La demolición llegó con la promesa del progreso. El viejo edificio fue reemplazado por una agencia automotriz, hoy ocupada por KIA Motors. La terminal nueva, más moderna y organizada, fue trasladada a otra avenida, y con ella se fue parte del espíritu desordenado pero entrañable de aquella esquina.
Hoy, quienes vivieron esa época siguen hablando de la antigua terminal como si aún estuviera ahí. Porque hay lugares que se van del mapa, pero nunca del recuerdo.
