En una tarde de 1990, tras una derrota histórica en las urnas, Daniel Ortega —entonces presidente de Nicaragua— rompió en llanto frente a doña Violeta Barrios de Chamorro, la mujer que acababa de ganarle democráticamente la presidencia. “Mi muchacho, no pasa nada”, le dijo ella con voz pausada mientras lo abrazaba. Lo invitó a sentarse junto a ella en una mecedora. En ese instante, el país se asomaba, con esperanza, a una nueva era.
Ese momento de ternura, relatado por la propia doña Violeta en su libro Sueños del Corazón, simbolizó más que un cambio de gobierno: fue el gesto que selló el fin de una guerra fratricida y el inicio de una transición pacífica. La imagen de Ortega llorando no fue de debilidad, sino de humanidad. Y fue acogido, no con rencor, sino con compasión por una mujer que antepuso la paz al resentimiento.
Treinta y cinco años después, ese joven vencido por el voto popular se ha convertido en lo opuesto a lo que prometió respetar. Hoy, Ortega es un gobernante que persigue, encarcela, expulsa, silencia. Un hombre que desterró el espíritu de reconciliación de aquella escena y que convirtió su promesa de democracia en una larga noche autoritaria.
El contraste es brutal. Aquel que aceptó el veredicto del pueblo entre lágrimas, ahora se aferra al poder negando toda legitimidad a los procesos democráticos. Y lo más doloroso: ha perseguido incluso la memoria de quienes, como doña Violeta, lo trataron con dignidad cuando más vulnerable se mostró.
La dictadura ha confiscado propiedades, cancelado nacionalidades, aplastado voces disidentes. Pero hay cosas que no puede arrebatar: la historia y la memoria. La imagen de Ortega llorando ante una mujer que lo abrazó con generosidad es una de ellas.
Esa mecedora donde se sentaron no era solo un mueble: fue símbolo de una promesa de convivencia. Hoy, esa promesa está rota. Pero el pueblo recuerda. Y aunque los dictadores crean que pueden reescribir el pasado, hay escenas que resisten el olvido.
La historia es terca. Y la justicia, aunque demorada, llega. Porque ningún régimen puede encarcelar para siempre el recuerdo de una nación que, alguna vez, soñó con ser libre.
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