Por el José Rivas, escritor y geógrafo
No fui su amigo. No trabajé a su lado. Pero cada sábado de mi adolescencia, y muchas tardes de domingo, su voz formaba parte de mi casa. Desde una pantalla cuadrada y algo difusa, en la sala o el cuarto de mis padres, don Nelson Hoffmann aparecía como ese tío que uno no ve en las fiestas pero que igual marca la familia. Con una sonrisa auténtica, un chaleco llamativo y una certeza absoluta: la música era el idioma común. Él no hablaba con estruendo, pero lograba hacerse entender a través del ritmo y el respeto.
Don Nelson no nació en Costa Rica. Vino desde Río Bueno, Chile, en 1975. Y sin embargo, pocos extranjeros hicieron tanto por el alma de este país como él. Aquí se quedó, aquí echó raíces, y aquí —sobre todo— transformó nuestra cultura audiovisual y musical. Su mapa no fue de papel: fue un mapa emocional hecho de melodías, de rostros jóvenes frente al televisor, de descubrimientos íntimos que cruzaron generaciones.
Para quienes crecimos entre los años 80 y 90, su programa Hola Juventud fue más que un show de videos: fue una brújula. Inició desde su natal Chile con Música Libre y con total libertad prosiguió en Costa Rica. Mientras el país se agitaba entre cambios económicos, conflictos lejanos y aperturas tímidas, Hola Juventud era un espacio seguro. Allí nos orientábamos entre baladas, pop, rock, sintetizadores y emociones. Era, en el fondo, una forma de geografía televisiva, una topografía de afectos juveniles.
Y fue justamente en Limón, mucho antes de comprender todo esto, donde mi corazón infantil vivió su primer estremecimiento musical. Uno de mis recuerdos más antiguos es el viaje al Caribe con mi padre, mi madre y mis hermanas para conocer, por primera vez, a mi abuela. El calor espeso, el olor a Caribe fresco, la diversidad viva de la ciudad me envolvieron. Al ascender el camino hacia su casa, el cacao secado al sol me sorprendió. Ellos tomaron una semilla. Yo también, pero su sabor crudo no me gustó. Caminaba de la mano con mi hermana menor, y mientras subíamos, me golpearon dos cosas: el aroma inolvidable del mejor rice and beans que probaría jamás —preparado por las manos sabias de mi abuela— y una tonada que se murmuraba desde una radio o televisor a lo lejos.
Yo tenía apenas cinco años. No entendía aún que la música podía dejar huellas. Solo recuerdo que aquella canción tenía algo hipnótico, un eco que quedó grabado en mí por años. No sabía su nombre. Solo un fragmento me acompañó como sombra suave durante años: “Oh, oh, oh… oh, oh, oh…”. En un mundo sin Internet, sin Shazam, sin YouTube, encontrar el título de una canción era casi imposible. Pero esa melodía se quedó conmigo, creciendo en silencio. Y fue gracias al universo musical que Nelson Hoffmann sembró en este país que, años después, pude identificarla. Aquella tonada misteriosa de mi infancia, en Limón, era “Self control”, de Laura Branigan.
Eso era él. Un tejedor de conexiones. Un conductor que, sin saberlo, unía recuerdos, evocaciones y pasiones. Don Nelson programó clásicos de los años 70, 80 y 90, preservando un gusto musical que aún vive en nosotros. Le dio lugar a artistas internacionales, pero también apostó por los nacionales. Lo hizo con convicción. Hola Juventud fue de los primeros espacios en televisión donde los músicos costarricenses encontraron una vitrina digna, en pie de igualdad con los íconos globales. Él sabía —y lo dijo más de una vez— que este país también tenía talento. Solo había que abrirle espacio.
Y si hay una canción que definió con fuerza la identidad de su programa, fue Instant replay, de Dan Hartman. Su intro vibrante, su enumeración rítmica —»Ten, nine, eight, seven, six, five, four, three…»— y su energía disco se convirtieron en la carta de presentación de Hola Juventud. Bastaba que sonara el primer compás para que uno supiera que venía algo especial. Aquel tema, asociado por siempre al programa, nos hacía saltar del sillón con la certeza de que íbamos a ver y escuchar lo mejor de la semana. Instant replay no era solo una canción: era una geografía sonora que nos transportaba directo a los años dorados de la televisión juvenil costarricense. Y con ella, la imagen de don Nelson —sonriente, entusiasta, acogedor— se volvió perenne, imperecedera.
Pero hay otro gesto aún más valiente y entrañable en su legado: don Nelson abrió micrófonos y pantallas al chiquichiqui costarricense, ese ritmo popular y festivo que, aunque nacido en suelo propio, a menudo era visto con condescendencia. Gracias a Hola Juventud, la música costarricense encontró terreno fértil para sonar, crecer y cruzar las fronteras del prejuicio. Por su programa desfilaron bandas y solistas que hoy forman parte de nuestra memoria nacional: Los Hicsos, Marfil, Manantial, Canela, La Banda, La Pandylla, Uranio, Los Alegrísimos, Blanco y Negro, Papel y Lápiz, así como voces que marcaron época como Valentino, Óscar Domingo, Frank Victory, Gaviota y José Capmany, entre muchos otros.
Lo que hizo Hoffmann fue, una vez más, profundamente geográfico: sembró identidad en un medio que muchas veces solo miraba hacia afuera. Nos enseñó que la música hecha en Desamparados, en San Ramón, en Limón, en Hatillo o en Paso Ancho tenía tanto valor como la que venía de Londres, Los Ángeles o Buenos Aires. Nos enseñó a reconocernos, a valorarnos, a sentir que teníamos un sonido propio, una voz que merecía ser escuchada.
Más adelante, con Sábado Feliz, volvió a unir generaciones. Con un estilo cálido y sin efectos exagerados, ofrecía dos horas de entretenimiento familiar en que abuelos, padres, nietos y vecinos podían coincidir. En ese espacio también nacieron nuevos rostros para la televisión, entre ellos su propio hijo Mauricio. Porque don Nelson no solo sembraba canciones; sembraba continuidad, raíces, herencia.
Hoy, cuando escucho una canción antigua —sea de Laura Branigan, Emmanuel, Bee Gees o José José— su imagen me visita. Lo veo detrás de cámaras, atento al ritmo, cuidando el tiempo de transmisión. Lo siento en la forma en que aún buscamos lo bueno, lo auténtico, lo que no pasa de moda. Su legado no necesita repeticiones ni especiales televisivos para mantenerse: vive en nuestra memoria musical colectiva, en esa que se forma en las cocinas, en las calles, en las radios, en los recuerdos.
Y por eso hoy, desde estas palabras, expreso mi agradecimiento personal, íntimo, imborrable. Pero no es solo mío. Es el de tantos y tantos que nacimos a la música gracias a su trabajo, que descubrimos géneros, ritmos y artistas por medio de sus programas, y que aún —con cariño y fidelidad— preservamos y difundimos ese legado. Gracias por enseñarnos a escuchar con respeto, por abrirnos ventanas al mundo y espejos a nuestra identidad. Su voz sigue sonando, don Nelson, en cada canción que recordamos, en cada disco que conservamos, en cada historia que aún tenemos ganas de contar.
Nelson Hoffmann fue más que un presentador de televisión. Fue un cartógrafo de emociones, un geógrafo del alma musical costarricense, un guardián silencioso de nuestras tonadas más queridas. Gracias a él, mi generación —y otras muchas— aprendieron a amar la música no como moda, sino como parte de su propia historia.
Gracias, don Nelson. Aún lo escuchamos.
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