Aquel día, bajo el sol de Guatuso, un hombre blanco llegó a la comunidad con algo que los indígenas Maleku nunca antes habían visto: un perro de cacería. El animal corría ágil entre los matorrales, obedecía silbidos, seguía rastros. “Sirve para cazar dantas y saínos”, dijo el visitante, y el joven Maleku que lo observaba con ojos brillantes apenas pudo contener su asombro. Poco sabía que estaba a punto de entregar, sin saberlo, un pedazo de su futuro a cambio de aquel animal.
Así fue como empezó una historia repetida decenas de veces en los palenques indígenas de Tonjibe, Margarita y El Sol. Hombres de fuera llegaban con perros, con botellas de guaro, con promesas que no entendían del todo. Los Maleku, analfabetos, aislados, sin herramientas legales ni defensa institucional, ofrecían lo poco que creían tener… sin imaginar que era lo más valioso: su tierra.
“Les daban 100 hectáreas a cambio de un perro, o 20 por una botella de licor”, recuerda Nago Elizondo Castro, indígena del palenque Tonjibe, mientras camina entre los árboles de lo que aún les pertenece. Su voz es serena, pero sus palabras cargan una historia de engaños, pérdidas y resistencia.
Las 2.994 hectáreas de la Reserva Maleku fueron invadidas lentamente, no con violencia directa, sino con astucia y abuso. Las promesas, los regalos, la aparente amabilidad, eran máscaras del despojo. El trueque era, en realidad, una trampa tendida a un pueblo que confiaba.
El tiempo pasó, y lo que antes era su territorio sagrado —donde crecían sus hijos, donde hablaban su lengua y hacían sus rituales— ahora está dividido, cercado, inscrito a nombre de finqueros. Hoy, apenas el 20% de esa tierra está en manos indígenas. El resto, lo ocupan otros.
Pero los Maleku no han olvidado. En el 2020, cansados de esperar justicia, más de cien miembros de la comunidad decidieron recuperar lo suyo. Entraron a cinco fincas dentro de la Reserva, fincas que nunca debieron dejar de ser suyas, y comenzaron una toma simbólica. No iban con armas, iban con dignidad. Iban con la historia viva a cuestas.
“Queremos que nos devuelvan lo que es nuestro. Que el gobierno nos escuche. Que esta tierra vuelva a ser Maleku”, dice Nago, mientras el viento sopla entre los árboles viejos, testigos silenciosos de siglos de abandono.
En Guatuso, hay cicatrices que no se ven a simple vista. Están en la tierra, en las piedras, en las voces de los abuelos. Y también en el recuerdo imborrable de un perro de cacería que un día valió más, para algunos, que toda una cultura.
