Villa de Antaño: «Las avispas»

Por Henry Esquivel Monge, escritor sancarleño.

Por estar en el mes de la patria, pero también en el mes del cantónate de San Carlos te compartiré un capitulo de mi libro «Tierra de Valientes», espero les guste


Miguel y Pedro, se encargaban del aparto de los terneros en los potreros del fondo de la finca, cierto día, se encontraron un panal de avispas, de esas llamadas chías.
Es una avispa grande de unos cuatros centímetros de largo, con un color negro que cubre todo su cuerpo, con excepción de su cabeza que es rojas, estas son muy bravas de verdad, su panal es una gran celda expuesta y larga.


—Mira güelo, * ya vides, ese panal e avispas, —le dijo Pedro —cuanta’a vide* a Juan, sobaquear* un panal e burú, es muy fácil, solo meter la mano en el sobaco y arrimar la mano al panal y las avispas se van.
—Pos-voz cres* que funcione, ya sabes que a mi hermanillo le güele* feo el sobaco —le recordó Miguel en un tono de burla.


—No creo, él dice que es una técnica* güenisima —respondió Pedro, creyendo ciegamente que funcionaria. Los dos se fueron acercando al panal, metieron una mano en su axila y juntos to-caron el panal de las avispas, con la idea que estas se irían y no los picarían, pero no, estás al sentirse amenazadas, la empren-dieron contra los improvisados encantado-res. — ¡Corre, corre! ¡Miguel, corre! que pican durísimo ¡Corre, corre! —gritaba Pedro, tra-tando de huir de aquellos embravecidos in-sectos, pero sin lograrlo, siendo alcanzado por cuatro valientes avispas, que le picaron. Miguel ya había corrido la misma suerte. —Ya vide aste, que mi hermano tiene el sobaco jediondo—expuso Miguel —a mí me pegaron tres confisgadas, por más que les di con el chonete, una me pego en el ojo, otra en la jupa y otra en la espalda.
—No sea llorón, a mí también me picaron esas confisgadas animaluchas* y fueron cuatro, una en la trompa*, otra en la oreja, una en el ojo y para no faltar una en la nalga y no ando e llorón como aste.
Decía esto, mientras en sus ojos se tor-naban pequeñas cotas de lágrimas, que limpiaba disimulando con sus manos, mien-tras su hermano no lo veía.


Para cuando llegaron a casa ya las pica-duras habían hecho su efecto y se veían todos hinchados, de lo menos que se re-cordaban era que tenían que llevar los ter-neros.
Cuando llegaron frente a María, las pica-duras eran evidente, Pedro tenía el ojo ce-rrado, mientras Miguel, el ojo, el labio bien hinchado y la oreja como de elefante, al verlos María exclamó.

—Diay confisga’os* muchachos, ágora* que torta se jalaron, que ni los terneros tren, mira como vienen to’iticos* pica’os* e avis-pas.
—Venga para echarle limón, para que se curen configa’os*.
Con la cabeza baja y sin decir media pa-labra, entraron a la casa, María cortó unos trozos de limón y se los untó en las picadu-ras, pues según era la costumbre, que esto curaba las picaduras, pero solo el hecho de tocarse con aquel limón ácido les dolía.
— ¿Les duele? —le pregunto María, con un poco de sarcasmo.

— ¡Sí! —Respondieron los muchachos a una voz, como si de canción ensayada se trataran.
—Pues más les va a doler, cuando los agarre su tata* y los leñatee, por no trer los terneros.
—No mami, ya vamos a trer* esos confis-ga’os. De una sola vez y con el dolor de las pi-caduras, se fueron a recoger los terneros. Cuando venían por el potrero, los alcanzó a ver Fernando, quien le extrañó las horas de traer los animales para el corral. —Diay muchachos, que son estas horas e trer los terneros pa* el aparto.
continuará..,