Tragedia de los Andes: el vuelo que desafió a la muerte

12 de octubre de 2025 | A 53 años del accidente que estremeció al mundo

El 12 de octubre de 1972, Montevideo amaneció con cielo despejado y una brisa amable. En el aeropuerto de Carrasco, el bullicio de los jóvenes del club de rugby Old Christians rompía la calma de la tarde. Iban a Chile a disputar un partido amistoso. Rieron, se abrazaron, prometieron volver con una victoria. Nadie imaginaba que ese vuelo sería su último.

El Fairchild FH-227D de la Fuerza Aérea Uruguaya despegó cargado de ilusión, risas y equipaje deportivo. Al mando iba el coronel Julio César Ferradas, un piloto experimentado, acompañado por el teniente coronel Dante Héctor Lagurara, otro aviador de amplia trayectoria, que en 1963 había sobrevivido a una colisión aérea. Ambos sabían que cruzar los Andes no era tarea fácil, pero confiaban en su experiencia.

El avión hizo escala en Mendoza, donde la cordillera ya mostraba su rostro más severo. Un frente de tormenta cubría los picos nevados. Las ráfagas sacudían la pista y los pronósticos no eran alentadores. Había que esperar. Y esperaron. Pero la impaciencia, esa compañera habitual de los viajes, los empujó a reintentar el vuelo al día siguiente.

El 13 de octubre, el cielo estaba gris, pesado. Las nubes envolvían las montañas como un muro sin fin. El Fairchild se internó en esa masa blanca con un zumbido constante. Los pasajeros miraban hacia afuera, pero ya no se veía nada. El copiloto comunicó su posición a Santiago: creía haber cruzado la cordillera. No era así. Estaban todavía en medio de ella.

Minutos después, el altímetro comenzó a descender. Y entonces, la montaña apareció de golpe, como una pared de hielo. No hubo tiempo para nada. El impacto fue brutal. El avión se partió en dos. El fuselaje se deslizó entre la nieve como un proyectil, hasta quedar inmóvil en una lengua blanca de silencio y frío.

De las 45 personas a bordo, 29 murieron en el choque o en los días siguientes. Los 16 sobrevivientes despertaron rodeados de cuerpos, hielo y una soledad infinita. No tenían abrigo, ni comida, ni esperanza cercana. A más de 3.500 metros de altura, aprendieron lo que es vivir con el alma suspendida entre la vida y la muerte.

Pasaron los días. La radio, su único vínculo con el mundo, anunció que las búsquedas se habían suspendido. “No hay sobrevivientes”, dijeron. En ese instante, los jóvenes entendieron que estaban solos. Entonces comenzó otra historia: la de la resistencia humana.

Derretían nieve para beber, usaban los asientos como refugio, se abrazaban para no congelarse. Hasta que el hambre se volvió insoportable. Fue entonces cuando decidieron hacer lo impensable: alimentarse de los cuerpos de sus compañeros fallecidos. No fue un acto de desesperación irracional, sino de amor y de vida. Lo hicieron llorando, rezando, pidiendo perdón.

Días después, una avalancha sepultó el fuselaje y se llevó más vidas. Pero los que quedaban se negaron a rendirse. Sabían que solo había una salida: caminar hacia el oeste, hacia Chile.

El 12 de diciembre, Fernando Parrado y Roberto Canessa emprendieron una travesía de más de 60 kilómetros entre montañas imposibles. Caminaron diez días bajo el sol, la nieve y la sed. Hasta que, el 20 de diciembre, encontraron a un arriero chileno, Sergio Catalán, que les ofreció ayuda y dio la señal que el mundo esperaba sin saberlo: había sobrevivientes.

El 23 de diciembre de 1972, los helicópteros rescataron a los últimos hombres de la montaña. Estaban vivos. Exhaustos, irreconocibles, pero vivos. La noticia recorrió el planeta: “El milagro de los Andes”.

Han pasado 53 años. El tiempo no borró la nieve ni el dolor, pero sí dejó ver con más claridad lo que allí ocurrió. No fue solo una tragedia aérea. Fue una historia de amistad, coraje y esperanza, escrita con el cuerpo y el alma de muchachos que se negaron a morir.

Porque en los Andes, cuando todo parecía perdido, dieciséis hombres encontraron la manera de volver a nacer.