Artículo de Norbert Ross es doctor en Antropología y profesor de Antropología y Teatro en la Universidad de Vanderbilt. Es codirector de la Fundación ACTUEMOS! El Salvador. (publicado en El Faro )
Desde que se instaló el régimen de excepción en El Salvador el 27 de marzo de 2022, se han capturado a miles de niños y jóvenes de manera arbitraria por el simple hecho de vivir en una zona marginalizada. Tras cinco años de trabajar con ellos y ellas, a quienes denomino “los niños de nadie”, me pregunto: ¿cómo podemos trabajar con niños, cuando el Gobierno busca encarcelarles por 30 años y más? ¿Cómo hablar o jugar con ellos, cuando la Policía sistemáticamente les arresta y simplemente desaparecen? ¿Cómo hablar de quienes ya han desaparecido? ¿Cómo recordarles?
Estas son solo algunas de las preguntas que nos tenemos que hacer quienes en este momento trabajamos con la niñez en zonas marginalizadas de El Salvador. Como becario de la comisión internacional de Fullbright, y en colaboración con la Universidad de El Salvador, realicé una investigación cuyo enfoque era cómo las y los niños entienden y ajustan sus vidas cuando viven en circunstancias de violencia de diferente índole.
Como extensión de mi trabajo, organicé la ong ACTUEMOS!, con la cual establecimos un centro juvenil y un programa de apoyo escolar en una comunidad marginalizada en el municipio de Mejicanos. En nuestras instalaciones brindamos apoyo a los niños y niñas y sus familias, que en su mayoría están compuestas por madres solteras.
Fue aquí que conocí a quien, por razones de seguridad, llamaré Salvador en el 2018, cuando él tenía unos 12 años. Siempre fue bullicioso, amaba el fútbol, el hip hop. Hiperactivo, inquieto, pero siempre algo asustadizo también. Obviamente, lo que buscaba era atención y parecía no importarle que muchas veces esa atención viniera en forma de regaño para pedirle que dejara de molestar a los demás. Llegó al centro juvenil solo para participar en actividades especiales y muy variadas. Así lo conocí poco a poco, en el centro o jugando fútbol en la cancha. Me acuerdo muy bien de su participación en un taller de macramé. ¡Jamás lo vi tan tranquilo y enfocado en algo!, y por varias horas.
Emocionalmente, Salvador siempre se escudó en su humor y sus payasadas para mantener su distancia con los demás. Por supuesto esta actitud hizo que frecuentemente fuera expulsado del salón de la escuela por los disturbios que causó. Es un niño sensible quien evitaba conflictos o peleas. Generalmente jugaba el papel del payaso sumiso, muchas veces burlándose de sí mismo, nunca retando a nadie más. Nunca lo vi llorar, o más bien Salvador nunca quiso que lo viera llorar. Sus visitas al centro eran esporádicas, como si lo hiciera nada más cada vez que tenía más payasadas que ofrecer. Reaparecía con su risa, su energía, en las calles o en nuestro centro de atención.
En su casa mandaba la escasez y un padre borracho. Comida, agua, útiles para la escuela siempre hicieron falta. La situación de Salvador fue agravada por la violencia de su padre –usualmente motivada por el alcoholismo. Él fue la principal víctima de estas explosiones de violencia en las que nadie intervino, ni la escuela ni los vecinos, para evitar conflictos. Abusado por su padre y frecuentemente expulsado de la escuela (en donde por lo menos recibía un tiempo de comida), Salvador trabajó ocasionalmente o vagaba en las calles de su sector, simplemente para evitar estar en casa.
La última vez que supe algo de Salvador fue hace 8 días. Él estaba viviendo con una hermana mayor. La Policía se lo llevó sin explicar por qué. Ahora forma parte de más de las 32 000 personas que la Policía y los militares han arrestado bajo el régimen de excepción, que ha avalado el arresto masivo de personas sin darles una razón. Muchas veces las familias no se enteran sino hasta tarde de las detenciones, y en muchos otros casos no se les informa dónde están sus familiares. Por supuesto, en vecindades como la de Salvador, muchos ni tienen quién les busque. Salvador fue llevado desde su casa y hasta esta fecha es todo lo que sabemos.
Como parte de la guerra contra las pandillas, la Asamblea Legislativa aprobó una reforma a la Ley Penal Juvenil que permite procesar a niños de 12 años como terroristas adultos. La sola membrecía a una pandilla (sin haber cometido un delito) puede ser castigado con 30 años de prisión. En vecindarios como lo de Salvador, la Policía simplemente asume que los jóvenes son pandilleros. Caminar siendo pobre ya es un crimen, más para muchachos jóvenes. Sin embargo, en El Salvador no es nada claro qué significa ser miembro de una pandilla o cometer un crimen pandillero.
El Salvador tiene unas de las legislaturas más avanzadas con respecto a la protección de niñas, niños y jóvenes. Sin embargo, estas leyes no aplican para niños como Salvador. La niñez que crece en zonas marginalizadas no son el objetivo de leyes como la Lepina, sino de las leyes mencionadas anteriormente. En estos vecindarios, la Policía no interfiere en casos de “violencia doméstica,” ya que pretende estar demasiado ocupada en controlar las maras. Peor aún, casi nadie se atreve a reportar casos de abuso doméstico por miedo al reproche de parte de la mara por haber involucrado a la Policía en “su territorio”. Desafortunadamente, todo eso marcó la vida de Salvador.
Como la mayoría de niños de la zona, Salvador pasaba tiempo –de vez en cuando– con los postes, jóvenes que vigilan la zona para la pandilla. Después de todo, Salvador creció con ellos y compartieron circunstancias de vida muy parecidas. Pasar tiempo con ellos no lo convertía en pandillero, era algo que hacía para sentirse cómodo, con ellos sentía un sentido de pertenencia y de familia. Siendo “los niños y niñas de nadie,” ellos solo se tenían a ellos mismos. Intercambiaron historias, juegos bruscos, peleas amigables, compartían la poca comida que tuvieron y, de vez en cuando, una gaseosa. ¿Eso hace a Salvador un marero? Estos días, poca gente trata de explorar y entender más allá.
Pero ya se han llevado a Salvador. Está en una cárcel y nadie sabe dónde exactamente, por qué o cómo está. Me da miedo pensar en cómo su personalidad le permite ajustarse a la vida en prisión. Me asusta pensar en Salvador llorando. Poca gente en su vecindario se atreve a averiguar el paradero de él o sus familiares. Muchos tienen familiares desaparecidos y les asusta la idea de compartir el mismo destino, así que evitan acercarse a la Policía o al sistema penal.
En ACTUEMOS! entendimos a Salvador o niños similares como un éxito. En este vecindario es difícil aspirar o lograr éxitos grandes, menos soluciones. El hecho que Salvador no entrara a la pandilla fue grande para nosotros. Otros lograron salir de la pandilla con nuestra ayuda, pero de igual manera les llevaron a prisión.
He escrito gran parte de la historia de Salvador en tiempo pasado. No sé cómo está, ni siquiera sé si sigue vivo. No me atrevo ir hasta allá en mi mente. Yo sé que no pertenece en ninguna prisión y que no le va a ir bien estar encarcelado. A lo mejor jamás lo veré de nuevo o lo veré después de haber pasado la mayoría de su vida encarcelado como “terrorista.” Extraño a su sonrisa y sus payasadas, y me pregunto si se marchitarán con el tiempo en prisión.
No estamos apoyando o defendiendo a las pandillas. Tampoco excusamos la violencia pandillera que se da en las comunidades. Sin embargo, no se necesita un estado de excepción para enfrentar a las pandillas. Encarcelar jóvenes al azar solo aumenta el problema. Jóvenes como Salvador tienen muchos problemas. Elles no son un problema. Necesitan apoyo no encarcelamiento. Necesitan protección no contención.
Junto con Salvador se ha ido gran parte de la esperanza y la alegría que juntos fueron la inspiración de iniciar ACTUEMOS! ¿Cómo trabajar o jugar, pues, con niños como él si en cualquier momento la Policía se les puede llevar a ellos o sus familias como presuntos terroristas? ¿Cómo preocuparse de sus tareas y su bienestar emocional en este contexto? Ya desaparecieron demasiados. Dentro de este contexto hasta aparece una autoindulgencia inapropiada plantearse estas preguntas.
¿Tiene algún sentido seguir trabajando en estas circunstancias? Sí. ¿Es simplemente engancharnos en una tarea de Sísifo, exponiéndonos a la amenaza de caer presos nosotros mismos? No lo creo. Jóvenes como Salvador llegaron hasta nosotros porque encontraron en el centro un lugar donde se les dio la bienvenida. ¿Con que les dejaríamos si nosotros también nos vamos? Hace un año un joven de 18 años se puso a llorar cuando me despedí de él. Le prometí que iba a regresar dentro de dos semanas – aun así, se sorprendió verme al cabo de 15 días. A él también se lo llevaron. Otros simplemente sospecharon de nuestras intenciones, ya que nadie se ha preocupado por elles. Son los niños de nadie.