Adriano Corrales Arias*
La literatura, para mí, fue llegando de a poco. Crecí en un pueblo de montaña: Marsella de Venecia de San Carlos. Mi padre poseía el único “negocio” (comisariato: pulpería/cantina/salón de baile) y barbería (regentada por mi abuelo) de la aldea, la cual no tenía iglesia, ni escuela, ni plaza, y para salir al poblado más grande (Venecia) se debía hacer a caballo o en carreta halada por bueyes. Sus clientes eran campesinos que vivían luchando con la tierra y la selva en abras y picadas incrustadas en aquellas montañas cargadas de niebla y lluvia trece meses al año. Y algunos pequeños finqueros, verdaderos colonos asentados antes de la llegada de mi padre y madre con toda la corralada. Por cierto, hasta hace algunos años se conservaban cuentas y “facturas” de esos campesinos que, obviamente, nunca pudieron cancelar.
La construcción del templo católico fue toda una epopeya de los pobladores, de mi padre, abuelo y finqueros que aportaron bueyes para transportar madera y fuerza de trabajo de ellos mismos y de sus peones para talar árboles en la espesura de la selva y carpintear en los alrededores de la también naciente plaza de deportes. Para hacerle frente se organizaron “turnos” (fiestas cívicas y patronales), bailes y solicitud de donaciones. Luego vino la escuela a la cual asistí con cinco años y ya sabiendo leer. ¿Cómo aprendí a leer? Todavía no me lo explico; lo hice solo, leyendo periódicos con semanas de atraso que padre y mis hermanos mayores reutilizaban para envolver mercaderías y todos para solventar la higiene en el excusado. Cuando mi padre se percató de que yo leía en voz alta y en un rincón de la pulpería, me proveyó de una joya que todavía conservo porque fue el internet de mi niñez: un grueso y mágico diccionario Larousse. Y allí inició la verdadera aventura.
Vino la trahusmancia: Venecia, “Villa” Quesada (hoy Ciudad) en donde nos mudamos cerca de siete veces por distintos barrios hasta que mis padres pudieron, con mucho esfuerzo, comprar una casa y establecerse. Las propiedades en Venecia, que fueron varias, se perdieron por impericia y bonhomía en los negocios de mi padre, pero también por envidias y corruptelas. Desde entonces aprendí que las buenas personas son malas para los “ buenos negocios”. Y las distintas escuelas y el colegio, el flamante Liceo San Carlos del cual fui expulsado cuando cursaba el quinto año por rebelde (organizamos una huelga estudiantil y clausuramos el cole para exigir un centro universitario en el cantón; se logró una Sede Regional del ITCR, universidad tecnológica donde ahora laboro, ¡vea usted!); terminé el bachillerato en el Colegio Nocturno San Carlos donde se me acogió con harta generosidad gracias a su director don Emilio Pineda.
Debo decir que siempre fui un estudiante mediocre, es decir, las materias se me daban fácil, excepto las matemáticas con las cuales siempre sufrí, entonces no estudiaba ni cumplía con las tareas. Solo en español y estudios sociales me aplicaba porque me fascinaban y adoraba, ya desde entonces, escribir breves ensayos y artículos y, claro está, poemas clandestinos. La física y la química también me engancharon aunque bien sabía que aquello no era lo mío. Y claro, la filosofa y la psicología porque me permitían explayarme con toda suerte de elucubraciones y mitomanías. Y la música, naturalmente, además de algo muy importante: las chicas, pero mi timidez me jugaba tristes y humillantes pasadas. Ah, y el cine: me hice asiduo a las matineés de sábados y domingos en los cines Sauma y Rex de la ciudad donde nos parqueábamos a intercambiar revistas, todo un auténtico mercado libre de cómics. Pero entonces lo que leía, y desde la escuela adquirí el hábito, eran las revistas de historietas, los superhéroes y más tarde, ya en el liceo, las novelas sobre el viejo oeste usamericano del autor español “Marcial Lafuente Estefanía” (e hijos), verdadera fábrica familiar de literatura express y best sellers semanalesde la época. Su (mala) influencia perdura, sobre todo en cuanto a la acción de héroes y villanos.
Pero hay tres libros que provocaron el verdadero giro en mis intereses literarios. El primero fue “El Mío Cid”, “El Cid Campeador” o “Cantar de mio Cid”. Aunque su lectura me fue difícil y me hice bolas porque lo ataqué en castellano antiguo (“Aquí compieça la gesta de mio Çid el de Bivar” – comienzo del segundo cantar – o “las coplas deste cantar aquís van acabando”), me embargó la soltura y destino del personaje con sus hazañas guerreras, así como la extraña musicalidad de sus tiradas. El segundo libro que leí por la libre, debido a una serie de televisión del mismo nombre que por entonces se proyectaba y cuyo protagonista era Roger Moore, muy joven, fue “Ivanhoe” del escocés Walter Scott. Las hazañas de Sir Wilfred me entusiasmaron, igual su odioso padre y la omnipresencia de Ricardo Corazón de León, Juan sin tierra y los Templarios, además de la aparición de Robin Hood como Locksley. Y luego, claro está, ese personaje de siempre y para siempre: Don Quijote, aquel de un lugar de La Mancha de cuyo nombre el narrador no ha querido acordarse. Debo confesar que durante el cole no leí toda la novela sino algunos de sus capítulos, por flojo. Pero soñaba con el personaje y se me aparecía en múltiples ocasiones cuando ensoñaba o mitomaniaba. La leí completa ya en la universidad y desde entonces cabalgo en su grupa, tal y como lo quería León Felipe.
Lo que terminó de consolidar mi interés y amor intenso por la literatura fue la presencia de tres inolvidables profesores. La primera una mujer, doña Marielos Solís, quien en segundo y tercer año del liceo, con su vehemencia pedagógica me fue ganando para las letras (con ella leí el Mío Cid). Aunque en una ocasión me hizo sentir más que aborchonado. Estábamos en Gramática y me encontrababa ido (para variar) pergeñando un poemita de amor, ella se acercó sin percatarme y de repente exclamó: ¡pero si Adriano escribe poemas, qué es esto! A ver, pase a la pizarra y nos escribe esos versos. Me quedé frío. Lo hice a regañadientes y con el rostro como un tomate. Logré trasladar al pizarrón una estrofa no sé cómo. Y entonces lo utilizó como ejemplo para los ejercicios que estábamos practicando. A la salida de clase mis compañeros se burlaron y me trataron de mariquita porque era “pueta” y casi debo liarme a golpes. En cambio, y eso me salvó de la humillación total, algunas compañeras empezaron a fijarse en el “pueta” de manera más “respetuosa”. Doña Marielos continuó animándome para que no dejara de escribir; cuando veíamos poesía siempre me recomendaba lecturas alternas.
El segundo fue don Luis Fernando Soto, profesor de literatura en cuarto y quinto año del liceo. Don Luis Fernando me hizo leer La Ilíada, La Odisea y Pedro Páramo (que no entendí lo suficiente aunque nos lo explicó con detalle) y, además, nos enseñó a elaborar un ensayo “académico” con todas las normas universitarias de la época. Mi trabajo versó sobre la tragedia Antígona de Sófocles, lo titulé ¿Cuales leyes son superiores, las del cielo o las de la tierra? Me incliné por la tesis terrenal – ya apuntaba mi materialismo – porque, claro, me identifiqué de inmediato con Antígona. Recibí la nota máxima y no lo conservo. El tercero fue mi profesor de español en el cole nocturno del cual lastimosamente no recuerdo el nombre. Era un personaje taciturno y gruñón. Pero convocó a un certamen de cuento en los cuartos y quintos años. Participé y aunque no gané (obtuve el segundo lugar) se interesó por mi trabajo. Recuerdo que el cuento versaba sobre un viaje al volcán Arenal, lo destruí. Entonces el profe con cara de amargado me invitó a su casa para orientarme en la escritura creativa, poseía una notable biblioteca y me prestaba libros, entre ellos Rayuela de Cortázar el cual desde entonces se convirtió en libro de cabecera en mis años universitarios, ¡y el Ulises! de Joyce; no entendí ni papa, no estaba preparado para tan proteica tarea, lo completé años adelante en la U. Lamento no recordar su nombre, nuestro trato fue breve, de un semestre o algo así, pero me ayudó y aconsejó sobremanera. Agradezco su loable labor siempre, así como el intenso amor que mostraba por la literatura. Fue ese mi primer y único taller literario.
Ya en la Universidad Nacional (Heredia) conocí compas que escribían y hasta fundamos una breve revista artesanal donde publiqué mis primeros poemas. No recuerdo el nombre. Luego vino la militancia política, la guerra y otros intríngulis políticos, amorosos, vitales. Y regresé a “la Villa” un tanto derrotado y buscando apoyo en mis padres cuando se quebraron lo partidos de izquierda. Empecé a trabajar en el Colegio Nocturno donde ofrecía un taller artístico/teatral en vez de clases de música, gracias a su director don Fernando González. Y en el Colegio María Inmaculada (regentado por monjas, cómo no) como profesor de Educación Física (había cursado dos años de esa carrera en la UNA) más las escuelas Juan Bautista Solís de barrio San Roque (donde había cursado mi cuarto grado) y de barrio Los Ángeles. Me reencontré con doña Marielos Solís quien no cejaba en la promoción literaria y organizó una lectura de poesía en la catedral; participé con el joven poeta Franklin Araya con quien se gestó una amistad poética y de lucha social; todo un éxito (se realizó inmediatamente después de una de las misas en el Día de San Carlos Borromeo, el cura hizo la invitación); esa fue mi primera lectura oficial de poesía ante un nutrido y silencioso público. La “fama” comenzó a sonreír, conseguimos unas cinco fans (siempre mujeres) y entonces decidimos fundar una revista que denominé “Trapiche”.
Por esa época también hacía teatro (el cual practicaba como actor, director y dramaturgo desde el liceo; sainetes, teatro bufo de pésima calidad pero que conseguía buen público), había estado en un grupo experimental en la U. Fundamos el grupo La Villa. Teatro y literatura fueron mis quehaceres en los inicios de la década de los ochenta, además de la docencia en primaria y secundaria para ganarme los frijoles. Y entonces apareció el hoy reconocido escritor Francisco Rodrígez Barrientos (Celso Romano) quien se integró de inmediato a Trapiche que ya no solo era una revista sino un grupo literario. Éramos vecinos y trabamos una amistad indisoluble hasta hoy en día. El grupo se fue ampliando. Hasta que llegó el momento de mi partida a la antigua URSS a estudiar teatro. Francisco y compañía continuaron con la revista un par de años más logrando un grupo de lectores inusitado para la época y para una ciudad reacia a la actividad cultural y artística. Trapiche fue, sin duda, el nacimiento de la literatura sancarleña y de la Región Norte de Costa Rica.
Lo demás es vertiginoso hasta la publicación de mi primera novela, Los ojos del antifaz, al regreso de la URSS, ya contratado como flamante profesor y promotor en la Sede Regional San Carlos del Instituto Tecnológico de Costa Rica. Antes había laborado de nuevo en el Colegio Nocturno y el Colegio Técnico Agro Industrial, COTAI de Ciudad Quesada, ahora como profesor de español. Pero como no se trata de mi biografía, sino del testimonio de alguien que afortunadamente fue llamado a integrarse, como iniciado, a la santa cofradía de los escritores y al rito laborioso de la siempre poderosa Literatura, pues vamos a eso. Siempre que lo pienso viene el “Sí…” mágico: ¿si hubiese sucedido otra cosa, si hubiese tomado otros caminos? Pero esto fue lo que sucedió y si no hubiese percibido el llamado de la diosa metafórica de seguro sería un amargado funcionario o, con probabilidad, un tipo pedante que hace gala de su ignorancia como muchos, o quizás un personaje fatuo, frustrado, aplastado por las circunstancias y vicisitudes de la existencia. La literatura me ha llevado por variados y policromos caminos y me ha permitido conocer mundos insospechados, viajar a sitios lejanos, entablar amistades con grandes escritores, poetas y artistas. Pero sobre todo, me ha permitido conocerme de mejor manera y comprender que ella misma es una labor diaria, “sin prisa y sin pausa”, como decía el maestro Goethe, aunque no se esté ejerciendo directamente la escritura. Solamente la constancia, el esfuerzo sostenido, el trabajo concienzudo, la humildad y el orgullo de saberse convidado a la cena pascual de las letras, permite que uno pueda, más o menos, expresar lo que siente, piensa, desea o abomina y compartirlo con otros seres humanos en tiempos y espacios diferidos. He allí la gran fortuna de la Literatura y de cómo, en casos similares al de este servidor, la misma nos amplía el horizonte y nos resguarda de caminos retorcidos, precipicios metafísicos y de la profunda ciénaga espiritual.
*Escritor costarricense.