En los Chiles descansa el Coronel Urtecho, grande de las letras centroamericanas

En algún lugar del cementerio de los Chiles, Alajuela, yacen los restos de José Coronel Urtecho, poeta nicaragüense, gran referente de la letras centroamericanas, fundador el movimiento vanguardista nicaragüense. También fue  traductor, ensayista, crítico, orador, dramaturgo, diplomático, historiador y, junto con Joaquín Pasos y Pablo Antonio Cuadra, entre otros quienes se fueron sumando con el tiempo.

Sus restos yacen olvidados en algún sitio del cementerio, junto con los de su esposa Maria Kautz,  quien murió de cáncer en 1992.

Urtecho murió el 19 de marzo de 1994 y vivió 30 años en Los Chiles, un capitulo olvidado y poco reverenciado de uno de los grandes de la letras centroamericana.

Pocos vecinos de la Zona Norte y de los Chiles conocen sobre la obra de este gran poeta que decidió hacer de los Chiles, su ultima morada, luego impactar el mundo de la letras con su poesía.

Sus últimos días de su vida los vivió en una hacienda en Los Chiles, hasta que una enfermedad terminal se llevó. Antes, José Coronel Urtecho, escribió grandes poemas relacionadas con al Costa Rica, su secunda patria.

El escritor Luis Rocha Urtecho,  escribió sobre José Coronel. “Este gran escritor y conversador polifacético nació en Granada, el 28 de febrero de 1906, y murió en la finca Verdún, en el fronterizo poblado de “Los Chiles”, Costa Rica, el 19 de marzo de 1994, a los 88 años. Casi tres años antes, el 7 de agosto de 1991, había muerto María Kautz Gross, su mujer “roja como una leona”, “La cazadora” de sus sonetos y poemas “uxóricos” –apología sublime de la pareja humana? , y eterna compañera, inspiración y razón principal de su vida. Con la muerte de ella, en cierto sentido ese 7 de agosto, terminó también la vida del poeta Coronel, pues a partir de aquel momento se dejó llevar por su ausencia, hacia un misterioso e inminente reencuentro. Ambos descansan –es un decir? en el cementerio de “Los Chiles”, en Costa Rica. Y digo que decir descansan es un decir, porque ambos, juntos, fueron incansables, como me imagino que lo seguirán siendo.

Rocha lo cataloga como figura cimera de las letras centroamericanas. Coronel revolucionó la poesía nicaragüense junto a figuras como Manolo y Pablo Antonio Cuadra, Joaquín Pasos, Carlos Martínez Rivas y Ernesto Cardenal. Hemos querido dedicarle este número del suplemento en el cual incluimos textos del poeta nicaragüense Luis Rocha, del costarricense Adriano de San Martín y un sentido artículo de Álvaro Rojas Salazar, además de algunos textos y extractos de obras de ese grande y legendario autor que fue Coronel Urtecho.

“En un lugar de soledad casi sagrada”, en San Francisco del Río, escribió su célebre Rápido tránsito, publicado en 1953, y dedicado por supuesto a su María Kautz al igual que su extraordinario libro de poemas Pol-la d’ananta katanta paranta (1993). Entre 1962 y 1967, escribió en la finca “Las Brisas” sus Reflexiones sobre la Historia de Nicaragua, que fueron reeditadas en el 2001. Ahora que nuestro país necesita con urgencia un “equilibrio” que nos salve del precipicio, vale la pena la relectura de estas “Reflexiones”. Dice Coronel:

“Tal vez la historia de Nicaragua sea en definitiva una confusa lucha por encontrar un equilibrio que aún no sabemos dónde se encuentra ni en qué consiste. En otro tiempo existió un equilibrio. No se puede negar que se perdió a raíz de la independencia. En el futuro puede encontrarse otro equilibrio diferente. Algunos piensan que la lucha es cada vez más clara. En el pasado ha sido sumamente dura. Pero la resistencia del pueblo de Nicaragua es increíble. Reflexionar sobre su historia es siempre interesante, porque nunca se pierde la esperanza”, escribió Rocha en un artículo para el Semanario Universidad.

ODA A RUBÉN DARÍO

«¿Ella? No la anuncian. No llega aún».

Rubén Darío. Heraldos

I

(Acompañamiento de papel de lija)

Burlé tu león de cemento al cabo.

Tú sabes que mi llanto fue de lágrimas,

i no de perlas. Te amo.

Soy el asesino de tus retratos.

Por vez primera comimos naranjas.

Il n’y a pas de chocolat —dijo tu ángel de la guarda.

Ahora podías perfectamente

mostrarme tu vida por la ventana

como unos cuadros que nadie ha pintado.

Tu vestido de emperador, que cuelga

de la pared, bordado de palabras,

cuánto más pequeño que ese pajama

con que duermes ahora,

que eres tan sólo un alma.

Yo te besé las manos.

«Stella —tú hablabas contigo mismo—

llegó por fin después de la parada»,

i no recuerdo qué dijiste luego.

Sé que reímos de ello.

(Por fin te dije: «Maestro, quisiera

ver el fauno».

Mas tú: «Vete a un convento»).

Hablamos de Zorrilla. Tu dijiste:

«Mi padre» i hablamos de los amigos.

«Et le reste est literature» de nuevo

tu ángel impertinente.

Tú te exaltaste mucho.

«Literatura todo —el resto es esto».

Entonces comprendimos la tragedia.

Es como el agua cuando

inunda un campo, un pueblo

sin alboroto i se entra

por las puertas i llena los salones

de los palacios —en busca de un cauce,

del mar, nadie sabe.

Tú que dijiste tantas veces «Ecce

Homo» frente al espejo

i no sabías cuál de los dos era

el verdadero, si acaso era alguno.

(¿Te entraban deseos de hacer pedazos

el cristal?) Nada de esto

(mármol bajo el azul) en tus jardines

—donde antes de morir rezaste al cabo—

donde yo me paseo con mi novia

i soy irrespetuoso con los cisnes.

II

(Acompañamiento de tambores)

He tenido una reyerta

con el Ladrón de tus Corbatas

(yo mismo cuando iba a la escuela),

el cual me ha roto tus ritmos

a puñetazos en las orejas…

Libertador, te llamaría,

si esto no fuera una insolencia

contra tus manos provenzales

(i el Cancionero de Baena)

en el «Clavicordio de la Abuela»

—tus manos, que beso de nuevo,

Maestro.

En nuestra casa nos reuníamos

para verte partir en globo

i tú partías en una galera

—después descubrimos que la luna

era una bicicleta—

y regresabas a la gran fiesta

de la apertura de tu maleta.

La Abuela se enfurecía

de tus sinfonías parisienses,

i los chicuelos nos comíamos

tus peras de cera.

(Oh tus sabrosas frutas de cera)

Tú comprendes.

Tú que estuviste en el Louvre,

entre los mármoles de Grecia,

y ejecutaste una marcha

a la Victoria de Samotracia,

tú comprendes por qué te hablo

como una máquina fotográfica

en la plaza de la Independencia

de las Cosmópolis de América,

donde enseñaste a criar Centauros

a los ganaderos de las Pampas.

Porque, buscándome en vano

entre tus cortinajes de ensueño,

he terminado por llamarte

«Maestro, maestro»,

donde tu música suntuosa

es la armonía de tu silencio…

(¿Por qué has huido, maestro?)

(Hay unas gotas de sangre

en tus tapices).

Comprendo.

Perdón. Nada ha sido.

Vuelvo a la cuerda de mi contento.

¿Rubén? Sí. Rubén fue un mármol

griego. (¿No es esto?)

«All’s right with the world», nos dijo

con su prosaísmo soberbio

nuestro querido sir Roberto

Browning. Y es cierto.

FINAL

(Con pito)

En fin, Rubén,

paisano inevitable, te saludo

con mi bombín,

que se comieron los ratones en

mil novecientos veinte i cin-

co. Amén.