A las cuatro de la madrugada, cuando la neblina aún cubre los potreros de San Carlos y el canto de los gallos apenas comienza a romper el silencio, ya hay una figura en movimiento: botas de hule, sombrero firme sobre la cabeza y un lazo colgado al hombro. Es el vaquero, uno de los personajes más antiguos, sacrificados y esenciales del campo costarricense. Su jornada empieza mucho antes que la del resto, y no conoce de feriados, vacaciones ni horarios establecidos. El ganado no entiende de días libres.
En la Zona Norte de Costa Rica —donde la ganadería es más que una actividad económica, es una herencia cultural— el vaquero es el alma que mantiene en pie el sistema. Él es quien vela por la salud del hato, quien se levanta sin falta para el ordeño y quien, con solo un silbido o un llamado por nombre, logra que las vacas le sigan obedientes, como si entendieran que en sus manos está el orden de la vida diaria.
Más que un trabajo, una vocación
No cualquiera puede ser vaquero. Requiere temple, paciencia, resistencia física y, sobre todo, un profundo amor por los animales. Muchos lo aprenden desde pequeños, ayudando a sus padres en las fincas, montando a caballo, aprendiendo a usar el lazo y a reconocer el lenguaje de las vacas. Con el tiempo, desarrollan una habilidad casi mágica para interpretar los movimientos del ganado: saben cuándo una vaca está enferma, cuándo está por parir o cuándo una res tiene una conducta inusual.
“Aquí no hay domingos ni feriados. Si una vaca se enferma en Navidad, ahí está uno, dándole medicina, llevándola al corral. Y si una se va a parir de madrugada, también hay que estar, porque eso no se puede dejar solo”, comenta don Eladio, un vaquero de Bijagua con más de 30 años de experiencia, mientras se acomoda el sombrero y le da unas palmadas a su yegua fiel.
El ritual del ordeño
El día del vaquero gira en torno al ordeño. Es un momento clave que marca el inicio y, muchas veces, el final del día. A las 5 de la mañana ya se escucha el golpeteo de los baldes de aluminio, el mugido de las vacas entrando al corral y el constante trajín entre los establos. Algunas fincas cuentan con ordeño mecánico, pero en muchas otras todavía se hace a mano, como se ha hecho por generaciones.
“El vaquero no solo ordeña. Limpia las ubres, revisa que no haya mastitis, separa la leche dañada, alimenta a los terneros, limpia los corrales. Es una faena de muchas horas”, explica doña Maritza, encargada de una lechería familiar en Santa Rosa de Pocosol. “Y todo eso bajo sol, lluvia o frío”.
Un vínculo especial con los animales
A diferencia del trabajador agrícola común, el vaquero desarrolla una conexión particular con los animales. Las vacas, los caballos, los perros de pastoreo… todos responden a su presencia. “Uno se gana su respeto con el tiempo. Las vacas saben quién las cuida, quién las trata bien, quién las llama por su nombre”, dice don Rogelio, vaquero de Upala.
Y es que este personaje no solo cuida, también defiende. En época de sequía o de fuertes lluvias, el vaquero es quien busca pasto, mueve al hato entre fincas, construye comederos improvisados. Si hay alguna amenaza, ya sea de animales salvajes o personas ajenas, él es el primero en enfrentarla.
Soledad y sacrificio
A pesar de ser una figura esencial en la cadena de producción ganadera, el vaquero pocas veces recibe el reconocimiento que merece. Es un trabajo solitario, con largas jornadas bajo el sol o en medio del barro, sin garantías laborales claras y, muchas veces, mal remunerado. No obstante, la mayoría sigue firme, con una mezcla de orgullo, necesidad y amor por la vida rural.
“Es duro, claro que sí. Pero uno se acostumbra. Ya no sabría hacer otra cosa”, dice don Rubén, mientras amarra un becerro que necesita curación. “Y cuando uno ve al ganado sano, al ternero crecer, sabe que vale la pena”.
Custodios del campo
En tiempos donde la modernidad parece arrasar con todo, el vaquero sigue siendo una figura irremplazable. Más allá de su labor técnica, representa la tradición, la constancia y la resistencia del mundo rural. Así como los pastores bíblicos vigilaban su rebaño, los vaqueros de la Zona Norte custodian día y noche el bienestar de los animales, el equilibrio de la finca y la continuidad de una cultura que se niega a desaparecer.
Quizás no tengan feriados ni tiempo libre, pero sí poseen algo que pocos tienen: una conexión auténtica con la tierra y sus criaturas. En cada ordeño, en cada jornada a caballo, el vaquero reafirma su papel como guardián silencioso del campo costarricense.