Por Henry Esquivel Monge, escritor sancarleño
Por aquellos días la diversión de los domingos era la montea y la pesca, padre e hijo solían ir los sábados después del ordeño y dejar los quesos preparados, por la tarde no llevando a los más menores por la cantidad de peligros que la montaña escondiera. Un día mientras pescaban en las orillas de un cristalino rio cerca de su casa…
—Papá vea que tepezcuinte, está en esa güelta* del rio —dijo Juan.
— ¡Huy si!, échale a bobi, para que lo tu-pa* a ver si se nos va a escapar este confizga’o. *
Bobi era un perro de casería, de orejas grandes de color café, su cuerpo era blanco con excepción de sus patas cafés, que le permitían camuflarse bien, su estatura no superaba los cuarenta centímetros, pero muy fierro y experimentado cazador.
Se mantenía por lo general muy callado y quieto, pero solo era recibir la orden y empezaba su labor, fue solo señalar y bobi salió corriendo hacia el animal, pues ya sabía su oficio.
Este tepezcuintle, que era muy escurridizo, dejo botadas sus pintas blancas de la carrera al olfatear el perro.
Se dio una carrera sin cuartel por lo espeso de aquella selva, aquel animal por es-capar y sus captores por atraparlo, la selva favorecía a él animalillo, pues era el más pequeño, pero no le era fácil escapar de la nariz de aquel perro experto.
— ¡Cuá, cuá! ¡Aguiii! —le gritaba don Fernando mientras corrían él y Juancito detrás del, perro.
Juan que por ser más joven se adelantó, tan emocionado que iba, no se percató de un árbol que se encontraba caído a su paso, pero que al quedar arregostado en otro no lo dejó caer por completo quedando a una cierta altura suspendido, por lo que al pasar golpeo su cabeza y cayo por completo de espaldas al suelo.
Fernando por su parte, que venía atrás y al verle sangre en su frente que brotaba con fuerza, se asustó y no pudo más que detenerse y preguntar cómo se encontraban.
—Echa para ver mi’jo, estas to’o* ensangrenta’o, a ver si es mucho ande pa’ ver, indicó Fernando, asustado que algo le hubiera ocurrido a su hijo.
—No es na’a pá ¡corre, corre! Que se nos escapa ese bicho*
Se limpió con su mano la frente y en ver-dad fue solo un pequeño raspón, pero al venir tan caluroso sangraba mucho. Sin darle importancia se levantó y echo a correr, de pronto el ladrido del perro cambió de sonido.
—Escucha mi tata, ya está encueva’o* y bobi lo tiene, está cerca ¡corre! —exclamó Juan emocionado.
—¡Adelántate muchacho! Que voy etrás e a’ste, ya me falta el aigre —indicó Fernando entre boconadas de aire que tragaba por su fatiga.
—¡Póngale mi tata! que está debajo e este árbol, busquémosle el husú*
—Acá esta, ya lo encontré, voy a ponerle esta alforja en la salida, * ¡Púnzalo, púnzalo! Para que salga; busque una varilla larga y delga’a. —Listo ya está, voy a meterla, esté alerta porque se le tira. Aquel perro rascaba, jadeaba, de pronto ladraba, era una gran desesperación tanta que Juan tuvo que amarrarlo con un bejuco un árbol cercano. —¡Ya lo toqué mi tata, ahí va! —en ese momento, se escuchó un estruendo y don Fernando forcejeaba con su alforja. —Ya lo tengo, pásame un palo, pa’arle por la jupa que que’e inconsciente y matarlo más fácil.
Lo llevaron al rio, ahí lo destazaron, lo echaron en la alforja y se fueron. Por ese tiempo la caza no era prohibida, por considerarse una forma de vida normal y abun-daban este tipo y otros muchos animales silvestres.